La lluvia heladora de enero resbala insistente sobre su abrigo de cuero negro, mientras ella, como si no se percatara de ello, avanza con paso firme hacia el Puente de las Ánimas, en pleno centro histórico de la villa. El adoquín empapado de la calzada ha estado a punto de hacerle caer en dos ocasiones desde que ha salido de casa, hace ya veinte minutos, pero milagrosamente ha logrado mantener el equilibrio. No puede permitirse caer al suelo. Ha salido sin el paraguas, movida por una necesidad imperiosa de acudir a aquel lugar, sin importarle lo más mínimo la sensación de humedad que recorre todo su cuerpo. Siempre le ha gustado caminar en pleno aguacero los días grises de tormenta, sintiendo el agua calar hondo en su cuerpo, lavando todas sus heridas, las de dentro, las que no se ven, hasta hacerle olvidarse de todo y recobrar el ánimo. Pero este no es un día para olvidar, es un día para el recuerdo, por mucho que le duela hacerlo.
En el cielo, las nubes han dejado de cubrir la luna durante unos segundos, y al mirar hacia las alturas, nota como el corazón comienza a latirle con fuerza, acelerando su ritmo sin poder evitarlo. La última noche con Ana acude entonces a su memoria. Aquella maldita noche. Recuerda el calor de sus abrazos, la pasión descarada de sus besos, sus ojos… aquella enigmática mirada que desde el primer momento en que la vio la había hechizado por completo.
«Cariño, tengo que irme, mañana me espera un día espantoso de curro. Tengo cinco reuniones sólo antes de comer, y otras dos por la tarde. Entiéndelo, ¿vale? No te enfades, mujer. Ya sé que hoy es un día especial, pero tengo que irme, de verdad, si no mañana no va a haber quien me levante».
No ha olvidado ninguna palabra de aquella frase, que, sin saberlo, en su día, se había convertido en la despedida de Ana. Para siempre. Y ni siquiera le había contestado. Se había limitado a volverse hacia el otro lado de la cama, sin decirle nada, presa de un infantil ataque de ira.
Continúa caminando por la interminable avenida, con cuidado de no tropezar, y al doblar la esquina, lo ve. Allí está, esperándole, con sus tres ojos convertidos en testigos directos de lo que en breve se dispone a llevar a cabo. El Puente de las Ánimas. El lugar donde dos años atrás había conocido al amor de su vida. «Perdona, ¿te importa sacarme una foto? Es que me encantan las vistas de la ciudad desde aquí, y a ti parece que también, llevas un buen rato parada ahí mirando». Aquella había sido su primera toma de contacto, la primera vez que aquellos ojos de fuego se habían posado sobre los suyos. Nunca le había confesado lo enamorada que había estado de ella desde el primer día, lo mucho que la había deseado desde el primer momento en que sus vidas se habían cruzado. Pero ahora es ya muy tarde. Ahora Ana ya sólo existe en sus recuerdos, reducida a retazos de frases que un día pronunció. Y el sufrimiento es cada vez más insoportable. ¿Tiene algún sentido seguir adelante sin ella?…
Llega al centro del puente, decidida a hacerlo. No hay vuelta atrás. Sabe que lo que va a hacer le causará dolor a muchos, pero no le importa, está en su derecho. Se desabrocha el abrigo con una mano y lo deja caer al suelo, lentamente, mientras con la otra coloca la urna sobre la barandilla del puente. Duda si rezar una breve oración, pero al final desiste, al fin y al cabo, ha dejado de creer hace mucho tiempo en Dios. Abre el recipiente y vierte las cenizas sobre el río. Sin embargo, éstas no llegan a su destino; el viento las eleva y al poco tiempo ya no puede verlas. Sin más. No ha ocurrido nada especial. La lluvia sigue cayendo y Ana, simplemente, no está.

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